La guerra civil en Siria, que ha devastado al país durante más de 13 años y causado más de 500 mil muertes y millones de desplazados, parece haber llegado a un punto crítico con la caída del régimen de Bashar al-Assad. En un giro inesperado, las fuerzas rebeldes lideradas por el grupo islamista Hayat Tahrir al-Sham (HTS) lograron avances significativos, tomando ciudades clave como Alepo, Hama y Homs, culminando con la captura de Damasco y la huida del dictador.

El HTS, previamente vinculado al Frente Al Nusra, anunció su avance con un mensaje de su líder, Ahmed al-Sharaa, quien, por primera vez, se dirigió públicamente con su nombre real, lo que podría indicar un posible cambio hacia un rol político. En paralelo, las fuerzas rebeldes tomaron la prisión de Sednaya, famosa por sus violaciones a los derechos humanos, liberando a varios presos políticos.

La prolongada supervivencia de Bashar al-Assad fue posible gracias al apoyo militar y estratégico de potencias como Rusia, Irán y Hezbollah, que justificaron sus intervenciones bajo la premisa de combatir el terrorismo. Sin embargo, las tensiones internacionales recientes, como la guerra de Rusia en Ucrania y el conflicto de Irán y Hezbollah contra Israel, han desviado recursos clave, debilitando la capacidad de sostener al régimen sirio.

El conflicto también ha generado uno de los mayores éxodos de refugiados en la historia reciente, con millones de sirios huyendo a Turquía, Europa y otros destinos. A pesar de los esfuerzos del régimen y sus aliados para mantener su narrativa, el sufrimiento humano y la devastación causada por más de una década de enfrentamientos no pudo ser ocultado.

La retirada de los aliados internacionales y la consolidación de las fuerzas rebeldes marcan lo que parece ser el fin de una dictadura que, aunque sostenida por alianzas externas, no pudo resistir el colapso de su red de apoyo. Este giro resalta la fragilidad de los regímenes autoritarios frente a los cambios en la geopolítica global.